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venerdì 14 gennaio 2011

L.I.D.E. "La Mansion Inchausti" __1° Capitolo Parte 2/2


Vagó por la ciudad, por la vida. Conteniendo el aire, como en un gran campo de ortigas. Desde la traición del Melli, de su otra mitad, ya no podía confiar en nadie. Se metió en problemas. En muchos problemas. Terminó rodando por institutos y reformatorios.—La vida es una rueda, rueda con ella —le decía siempre su madre. O tal vez lo dijo sólo una vez, pero a Jazmín le quedó grabado a fuego. Ella no entendía lo que su madre quería decirle. Todavía no podía pensar en metáforas, por eso imaginaba la vida de verdad como una gran rueda de auto. Esa frase que su madre repetía era una más de las tantas cosas que no le cabían en la cabeza, pero la aceptaba. No comprendía la infinidad de rituales y tradiciones que preservaba su familia. (clicca su "ulteriori informazioni" per leggere)Ser gitano es todo en un mundo de gitanos. Ser gitano
Para cada pregunta de ella siempre había una única respuesta: — ¿Por qué tenemos que usar pañuelos en el cabello? — Porque somos gitanos. —¿Por qué hacemos palmas? — Porque somos gitanos. —¿Por qué el abuelo parece llorar cuando canta? — Porque es gitano. — ¿Por qué no puedo jugar con esas chicas? ¿Por qué se ríen de mi en el colegio? ¿Por qué tengo que bailar así? — Porque somos gitanos. — ¿Por qué papá y el tío pelean tanto? ¿Por qué tienen cuchillos? ¿Por qué gritan y los clavan en la mesa de madera? — Porque somos gitanos. Ser gitano lo explicaba todo. Y sin saber por qué, sentía orgullo de ser gitana. No sabía qué significaba serlorpero su madre lo decía con orgullo y su padre también. Sus abuelos, tíos y primos gritaban y cantaban con orgullo: ¡somos gitanos! Todos hacían palmas cuando ella bailaba flamenco, y le gritaban, y la vivaban, y los tacos repiqueteaban en el tablao, y el olor de las rosas, y la seda roja brillante, y ese canto que parecía un llanto. Somos gitanos. Y con orgullo.

 A esa altura, el miedoso Juancito se había convertido en puro resentimiento. Ya no le tenía miedo a nada. Sólo al Escorial, un reformatorio para niños y jóvenes problemáticos.
 Un robo, una pelea callejera, un policía y la intervención de un asistente social. Pero algo ocurrió a último momento. Alguien lo rescató. Alguien evitó su traslado al Escorial. Y en su lugar, lo llevaron a una fundación, la Fundación BB. Su instinto le decía que ese señor de rulos y sonrisa falsa era peor que un campo de ortigas. Tenía once arios, mucho resentimiento y mucho odio acumulados cuando llegó a la Fundación BB. Allí conoció a un chico rubio y de ojos tristes que se llamaba Ramiro, quien seriá, con el tiempo, su hermano, esa mitad que perdió el dia, que el Melli lo traicionó.
es nada en un mundo de payos. Jazmín cumplía siete arios. Era un día de lluvia y no podían salir. Su madre hizo palmas. Y cantaron y bailaron en su habitación. Su papá le regaló una cámara de video. Su mamá la filmaba mientras ella bailaba y cantaba:
Vienes arrepentida, vienes pidiendo perdón... Diciendo que me quieres que he sido tu primer amor...
De pronto un grito. ¿Por qué gritan? Porque somos gitanos. Más gritos. La sonrisa de su madre se desvaneció. Miedo en sus ojos. Su madre la escondió bajo la cama y le hizo prometer que no saldría. Desde su escondite, ella vio los zapatos de su padre, los zapatos de otro hombre. Olor a cigarro. Más gritos. Se tapó los oídos. Oyó un grito desgarrado. Su padre cayó. Su madre también cayó. Sangre. Dolor. El hombre apagó su cigarro en el piso. Y se marchó. Todos lloraban y gritaban, lamentándose en el entierro de sus padres. Muchos juramentos, maldiciones y plegarias. Muchas viejas vestidas de negro. Y luego, mucha soledad. Ella tenía entonces que ir a vivir con otro clan. El clan de Joselo. ¿Y por qué? Porque somos gitanos. Joselo es cruel. Is violento. Joselo es malo. Un juez vino a buscarla y le dijeron que la iban a llevar a vivir a otro lugar. Que ya no tuviera miedo, que Joselo no podría hacerle nada. La llevaron a vivir a una mansión, la Fundación BB. Ahí no la dejarán cantar sus canciones. Ni usar su ropa. ¿Por qué? Porque no son gitanos. Ahí vive un chico muy serio y muy triste con su hermanita más chica. Ahí también vive un chico rubio, de pelo largo y enrulado, siempre está enojado y es prevenido. También hermoso. Se llama Juan, pero le dicen Tacho. Él la mira, la mira mucho. Y le dice que quiere ser su amigo. Pero ella le dice que no. ¿Por qué? Porque él no es gitano. Ella sabe que hubo un día en que todo eran palmas y música y flamenco. Y luego hubo un día en 1 y luto y desgracia. Pero sabe también quevendra un dia en el que todo volverá a ser palmas y música que la vida es una rueda, y ella rueda con la vida
El día que cumplió catorce años, Marianella supo que no crecería mucho más que la estatura que había alcanzado. Vio, con ansiedad, cómo todos sus compañeros y compañeras del orfanato habían pegado el tan esperado estirón. Pero cha no. Y ya sabía —ella estaba segura— que nunca lo pegaría. En lugar de acomplejarse y compadecerse, hizo algo que salvaría la vida: empezó a reírse de sí misma, aunque Marianella no sonreía. Se reía de su baja estatura, do su torpeza, de su escaso vocabulario. Se reía mucho y esa risa la salvaba. Aunque no tenía motivos para reírse, nunca is había tenido. Sabía que había sido abandonada en una parroquia en la que vivió sus primeros arios de vida. Recordaba vagamente a I cura, incluso con algo parecido al cariño, porque la había tratado con respeto. Pero un día él no estuvo más. Y ella tuvo que irse. A los cuatro años llegó por primera vez a un orfanato. era el primero, pero no sería el último. Desde los cuatro hasta los catorce, pasó por ocho orfanatos. O la echaban o escapaba. Marianella se había convertido en una molestia, una diminuta hormiga enérgica. Porque a Marianella se respetaba. Y si alguien no lo hacía, se convertía en una furia capaz de golpear e incendiar. Le dolía tanto su soledad, el cúmulo de abandonos que había tenido que soportar; le dolía tanto el desamor, que esenojada. Furiosa con el mundo. Y pegaba. Su vida era dura. Triste. Injusta. No tenía motivos para reir, Le habían dicho tantas veces que era una nena muy mala, que se lo había terminado creyendo. Se había convencido de que tenía una sonrisa horrible. Y por eso cada vez que algo le daba risa, se tapaba la boca. Una mañana de marzo el director del orfanato en el que vivía les ordenó a todos que se pusieran su mejor ropa y se peinaran. Vendría a la institución un hombre justo. Un santo que adoptaría a uno de ellos y lo llevaría a su espléndida Fundación. Marianella no creía en milagros. Sabía que no existían hombres justos, y mucho menos santos. Ni espléndidas fundaciones. Y si existían, estaba convencida de que jamás la elegirían a ella. Sin embargo, tuvo que ponerse su mejor ropa, intentar desenredarse el pelo y presentarse en el comedor. Cuando estaba entrando, un chico que siempre la molestaba quiso pegarle un chicle en su pelo enmarañado. Ella lo advirtió, le sujetó la mano y se la retorció. Se trenzaron en una pelea que ganó Marianella, ya que peleaba mejor que un hombre. Y así la conoció don Bartolomé Bedoya Agüero, quien al verla tan chiquita, tan revoltosa, peleadora y rebelde, no dudó un instante. — ¡Ésa! ¡Ésa es la elegida! Marianella lo miró con desconfianza. Y también miró a la horrible mujer que lo acompañaba, vestida íntegramente de negro, y con turbante, que la observaba con sus enormes ojos, horrorizados. Marianella había aprendido a no tenerle miedo a nada o, al menos, a no demostrarlo. Por esa razón inquirió con sumo desenfado: — ¿Y éstos quiénes son? —Tu nueva familia, querida. ¡Tu nueva familia-exclamó Bartolomé con una sonrisa beatífica. Una hora más tarde, Marianella experimentaba dos cosas que nunca había vivido: viajaba en limusina y entraba en una casa con calefacción.
—¡Vivís en babia! Siempre en la luna, ¡chambón! —le espetaba Bartolomé a Thiago, su único hijo, cada vez que
Las pocas veces que iba a buscarlo al colegio, el viaje de egreso era un largo monólogo de retos y recriminaciones lel padre hacia su hijo. Con apenas nueve arios, Thiago había aprendido a desconectarse cada vez que esto ocurría. Desviaba apenas su mirada, y observaba a través de la ventanilla. Se iba, mentalmente, a su mundo, en el que tenía una villa feliz. Como bien decía su padre, Thiago era un niño en la luna. Bartolomé le exigía mucho, y lo reprendía por todo: por no cuidar el uniforme, por sacar una nota baja, por confeliarlo a sus compañeros que tenía una beca en el prestigioso y rarísimo Rockland Dayschool, por ser amigo de los más pebres y roñosos, por no hacerse amigo de los más ricos, pin no traer a casa a jugar al hijo del juez Pérez Alzamendi, per tocar y tocar la guitarrita todo el día, por llorar cuando I4B veía gritarle a su mamá. el único remanso de Thiago en su vida era Ornella, su madre. El día se iluminaba cuando llegaba a casa y estaba esperándolo con la merienda. Le encantaba comer lentamente las tostadas con manteca, demorando hasta que se enfriaba el chocolate caliente, mientras le contaba cómo había sido su día en el colegio, qué le había dicho la chica line le gustaba o compartía con ella la nueva canción que bahía sacado con la guitarra. Ornella lo escuchaba con mucha atención, como si todo lo que él contara fuera muy mportante. Y es que lo era. Y Ornella lo sabía. Un día de invierno, mientras regresaban del colegio, Thiago percibió que los gritos de su padre tenían un tono distinto. Le recriminaba las mismas cosas de siempre, pero había algo diferente en él: lágrimas en sus ojos. Bartolomé no lloraba, claro que no, porque hacía un gran esfuerzo para no dejar escapar las lágrimas. Al llegar a la casa, notó que su madre no estaba, ni tampoco la merienda. La única explicación que Bartolomé le dio fue: —Tu madre nos abandonó. No quiero llantos ni berrinches, hacete hombre de una vez, ¡che! No la extrañes, ni eso se merece —y se encerró en su escritorio. El mundo de Thiago se rompió en mil pedazos. Era imposible que su madre lo hubiera abandonado. Tal vez sí a su padre, y lo bien que hubiera hecho, pero no a él. No tenía sentido, era un absurdo. Sin embargo, pasaban los días, y Ornella no volvía, ni llamaba. Cuando le preguntó a su padre dónde estaba su mamá, ya que quería ir a verla, Barto le contestó que «estaba prendiendo sahumerios en la India». El libro de geografía mostraba dónde estaba la India, el diccionario explicaba qué era un sahumerio. Pero ningún libro explicaba el abandono de su madre. Un año después de su desaparición, Thiago recibió una carta de Ornella, que ahora firmaba como Kendra; ése era su nuevo nombre. Le explicaba que estaba «buscándose» en la India, donde había encontrado la paz. Que lo quería mucho pero que ambos debían aprender a ser seres independientes. Y finalizaba diciendo: «Te adoro, Lunarcito. Kendra». Thiago dejó la carta con desprecio, y nunca volvió a leerla. Guardó su dolor y empezó a mirar la vida como a través de una ventana. Estaba sin estar, miraba sin ver, oía sin escuchar; estaba en su mundo, en la luna. Y desde allí veía cómo la vida cambiaba a su alrededor. Justina, el ama de llaves, se ocupaba de él y lo trataba con mucho cariño. Su tía Malvina revoloteaba por la casa, inmersa en su propia luna. Barto estaba alterado, la herencia no se destrababa, necesitaba cash. Y cuando la casa empezó a llenarse de chicos huérfanos, no le permitieron acercarse a ellos, que vivían en un ala apartada de la casa. Se sucedieron otoños, inviernos, Primaveras y veranos. Todo cambiaba a su alrededor, y Thiailo lo veía a la distancia, desconectado. Sin sentir ninguna tiloción. Un día su padre decidió que debía hacer sus estudios secundarios en Londres. Y, sin más, en dos días estaba viajando, solo, al instituto donde pasaría los siguientes tres años. Para Thiago todo daba lo mismo. Vivir en la mansión én Londres era un detalle. En Londres había mucha niebla, y eso lo ayudaba a i’sconderse, a ser un solitario. Se sucedían los meses, las cla.dis, los profesores, y Thiago seguía en su luna. Man on the mon le decían, en broma, sus compañeros. Ése era el título una canción de REM. Una tarde entró en su habitación de la residencia estuiliantil. Su compañero de cuarto había traído una guitarra. I di tomó y empezó a tocar algunos acordes, como recordando tul hábito que había abandonado hacía muchos arios. Intuii va mente empezó a tocar los acordes de Don’ t look back in ’I mor, una canción de Oasis que sonaba mucho en Londres por esos días, y que le encantaba, una canción que le provocaba una tristeza indefinible. Entonces empezó a cantar.
Slip inside the eye of your mind don’t you know you might find a better place to play...?
Las lágrimas empezaron a rodar por su mejilla. Después ilp muchos arios por fin pudo llorar. La canción le decía que ti lo profundo de su mente debía saber que debería enconar un mejor lugar para jugar.
You said that you’d never been but al] the things that you’ve seen will slowly fade away...

Su voz se quebraba mientras cantaba, el llanto invadía todo. Sus ojos, su voz. La canción le decía que todas las cosas que había visto se desvanecerían en su mente...
So I start a revolution from my bed...
La canción le pedía que comenzara una revolución, y él lo hizo. Llorando, armó su bolso. Puso todo lo que tenía, que no era mucho. Y corrió a la estación del tren. De allí al aeropuerto. En el aeropuerto buscó un cibercafé y allí escribió una autorización como si fuera su padre. La imprimió, falsificó la firma y la adjuntó a la que había sido firmada ante un escribano. Luego se dirigió a la compañía aérea que había extendido su pasaje de regreso para el mes de julio, y pidió cambiarla para ese mismo día. Pagó cien libras y esperó la hora de embarcar. Durante todas las horas que duró el vuelo, la canción sonaba y sonaba en su cabeza.
Don ‘t look back in anger...
«No mires hacia atrás con ira», le sugería la canción. Y él no podía dejar de escucharla en su cabeza, mientras el avión iniciaba las maniobras de descenso. —Eudamón va con hache? —preguntó por preguntar una joven hermosa y frívola que se había sentado en la primera fila del aula magna de la Facultad. La muchacha se destacaba del resto, no sólo por su belleza, sino también por su atuendo, más apropiado para un cóctel que para una clase de arqueología. —No, Eudamón se escribe sin 17,-che. Se escribe exactamente como está escrito en el pizarrón —contestó el doctor Bauer, el brillante arqueólogo que estaba dando su clase. —Ah, ¡qué bólida! —dijo entre risas la alumna, tratando de captar la atención del profesor, pero él ni siquiera la miró, y continuó apasionado con el tema. La joven era Malvina Bedoya Agüero, hermana menor de Bartolomé y tía de Thiago. De chiquita, fue una nena consentida, superficial y caprichosa. De grande, seguía siendo igual. Cuando terminó el colegio secundario —dos años más tarde de lo que debía, dos veces repitiente—, se anotó en la carrera de diseño de indumentaria, porque le costaba muchísimo conseguir carteras que combinaran con los zapatos. «Oh, my God, ¿tan difícil es combinar una cartera con un zapato?» Si anotarse en la carrera le resultó difícil, mucho más complicado fue encontrar el aula donde se dictaba la materia que buscaba. Abriendo puerta tras puerta, se topó con el aula magna, donde se cursaba el último nivel de arqueología. Al asomarse creyó oír una frase clave —¿«trabajos en cuero»?— y pensó que por fin había dado con su clase. Y ahí lo vio, al frente del salón, con una camisa a cuadros abierta —divina—, sobre una musculosa verde militar —soñada—, unos pantalones cargo, unos borcegos deslustrados por el uso y un sombrero de cuero marrón gastado. «¡Me muero muerta! Este profe sí que sabe de moda», pensó y se sentó. No podía dejar de mirar sus ojos azules, su pelo dorado, sus dientes blancos —¿dónde se hará el blanqueamiento?—, ni dejar de escuchar el sonido de su voz. Le encantaba oír las palabras que decía, aunque no entendía nada. Y por supuesto nunca se enteró de que estaba en una clase de arqueología. Nada de eso importaba, porque al final de la clase sabía dos cosas: que Eudamón se escribía sin hache —¿o con hache?—, y que quería ser la novia del doctor Bauer. Concurrió puntualmente a cada clase de arqueología y, aunque seguía preguntándose cuándo empezarían a hacer trabajos en cuero, le fascinaba sentarse en la primera fila e imaginar diferentes maneras de abordar a Nick, como ya lo llamaba íntimamente. Él, seguía ignorándola, no por descortesía, sino porque cuando daba clases viajaba en el tiempo, al tiempo del que hablaba. Habían pasado unas pocas semanas cuando Malvina decidió que era hora de actuar. Enterada de que Nick daría una charla fuera del ámbito de la Facultad, decretó que ése sería el momento de aproximarse a él. Concurrió al museo con un vestido azul eléctrico, soñado, y escuchó paciente toda la charla. Luego, durante el cóctel, por fin pudo captar su atención. Él la vio y se deslumbró con su belleza. No asoció a esa mujer con la alumna que escribía Eudamón con hache, pero enseguida ella le aclaró de dónde lo conocía y lo felicitó por las clases, aunque se permitió criticarle que había poca práctica, que quería empezar a trabajar con cuero. Aunque él no entendió bien a qué se refería, le anunció que las clases siguientes tal vez fueran menos teóricas, ya que sería reemplazado por otro docente: estaba a punto de hacer un importante viaje. Ella se sintió morir. ¿Dos meses sin ver a Nick? ¡No way! el comentó que viajaría a Francia, a la Cóte d’Azur, donde (lela ría un seminario. ¿Dos meses entre francesas divinas? ¡No way! Viajaría con su hijo. ¿Nick tiene un hijo, es casado y feliz? No way ! el le contó que era padre soltero, que la mamá no vivía con ellos. Y mirando la hora se disculpó, debía apurarse porque viajaba esa misma noche. ¿Nick se había ido sin llevarla o casa, sin besarla ni proponerle ser novios esa misma noche? ¡No way! ltartolomé puso el grito en el cielo cuando Malvina le exijio un viaje a Francia, en primera por supuesto, mínimo ejetuya, hoteles de lujo y tarjeta sin límite. Ya hablaba de Nick limo su novio. Bartolomé ignoraba que apenas si habían onversado una vez, por lo que concluyó: «Que te lo pague in novio». Pero Malvina era insistente, persuasiva, y jugó su mejor arta. Aunque era bastante bólida, sabía conseguir lo que (leería. Tenía la información de que la herencia de tía AmaI da estaba trabada, pero sabía también que, en un gesto herno, su tía le había adelantado un suculento monto de ésta, la absurda cláusula de que sólo accedería a ella cuando so casara. Con ese argumento convenció a Barto. Ese viaje podía ser la ocasión de afianzar el noviazgo. Bartolome aceptó con la esperanza de casar a su hermana y al fin percibir algo de la herencia. Viajaría en turista, por supuesto. Iría a hostels con baño compartido. Y nada de tarjeta. Sólo debía sacar más horas a los purretes a la calle para solventar el gasto. Malvina partió hacia Francia. Grande y grata fue la sorpresa de Nicolás cuando la vio allí. Empezaron a frecuentarse: a veces ella iba a sus clases, a veces iban a pasear por la playa. Por las noches él la dejaba en la puerta de un gran hotel cinco estrellas. Ella lo saludaba desde la entrada, y cuando él se iba, ella caminaba diez cuadras hasta su hostel. Pero Malvina logró lo que quería: ser registrada por Nicolás. Fue conociendo su vida. Supo que estuvo muy enamorado de su ex mujer, Carla. Se enteró de que ella lo había abandonado para irse con su peor enemigo, Marcos Ibarlucía. Que él se hizo cargo de Cristóbal, su hijo recién nacido, y que mantenía vivo el gran sueño de su padre y de su abuelo: encontrar la Isla de Eudamón. Una noche de verano —Malvina estaba sorprendida de que en Francia hiciera tanto calor en julio—, mientras caminaban por la playa, iluminados por una luna enorme que se reflejaba en las aguas tranquilas del Mediterráneo, Nicolás le habló de sus fantasías y anhelos. Y ella comprendió que había alcanzado el suyo.
Nicolás Bauer era el único hijo del doctor Andrés Eneas Bauer y Berta Gough. Criado desde chico como un adulto, se transformó de grande en un adulto niño. Nicolás nunca supo decir no. No sabía decirle no a Berta cuando le hacía el corte de pelo a la taza ni cuando lo vestía con bermudas y tiradores. No sabía decirle no a su padre cuando, como único paseo, lo llevaba una y otra vez al Museo Arqueológico Nacional. Nunca pudo decirle no a su madre, que se entregó a la depresión tras la muerte de su padre. Obsesionado y tildado de delirante, el doctor Bauer murió en un naufragio, tras una pista falsa que lo conduciría a Eudamón. Berta quiso evitarle ese destino a su hijo, y lo persuadió de estudiar otra carrera. Medicina. Nicolás no pudo decirle no, y tampoco pudo confesarle que, en secreto, estaba estudiando también la carrera de Arqueología. Berta tenía pavor de que su hijo también se obsesionara con esa loca idea de hallar la Isla de Eudamón. Isla mítica de la tribu de los prunios, cuya búsqueda incansable consumió las energías y el patrimonio del doctor Bauer padre, además de acarrearle la burla y el desprestigio entre la comunidad arqueológica. Tampoco supo decirle no a Carla, la explosiva y bella mujer que conoció en la Facultad. Carla era hermosa, apasionada... y libre. Jugaba con él, no se ataba a nada ni a nadie. Nicolás sabía que debía alejarse de ella, que era un veneno que lo iría consumiendo poco a poco. Pero ella no lo soltaba, lo tenía atado con un lazo invisible, lo alejaba y lo acercaba, pero nunca lo soltaba. Y él no supo decirle no. Tampoco pudo decirle no me dejes cuando ella se fue con Marcos Ibarlucía, un hombre al que él no conocía personalmente, pero sabía que era un traficante de reliquias arqueológicas, el peor de los crímenes para Nicolás. Tampoco pudo decirle no cuando Carla volvió a sus brazos, embarazada y abandonada. Él la recibió sin reproches y por un tiempo imaginó una vida juntos, un futuro, una familia. No tuvo la ocasión de decirle no te vayas, el día que despertó con una carta en la que ella explicaba su imposibilidad de atarse a algo. Y un hijo era algo que ataba mucho. Los abandonó, a él y a Cristóbal, el hijo de Carla y de Marcos Ibarlucía, a quien Nicolás criaría como propio. Y ahí todo cambió. Ser padre lo volvió adulto súbitamente; como si lo hubieran sumergido en un lago helado, despertó y dejó de ser un niño que no podía decir no. Dejó la carrera de medicina y se dedicó a terminar su doctorado en Arqueología. Contaba con la ayuda de su fiel amigo Mogli, un salvaje de la tribu zahorí, a quien Nicolás había salvado de la muerte en una expedición por el África. De acuerdo con su cultura, Mogli le debía lealtad y servicio a su salvador, y por eso lo asistía con sumisión. Nicolás no aceptaba eso, y lo trataba como a un amigo. Así constituyeron una extraña familia: un joven arqueólogo recién doctorado, un salvaje zahorí que hablaba un extrañísimo castellano, y el pequeño Cristóbal que crecía feliz, en un mundo de viajes, expediciones, leones y momias. La vida de Nicolás se había vuelto inesperadamente feliz. Era feliz viendo crecer a Cristóbal, o Cristobola como lo llamaba Mogli en su particular dialecto. Era feliz con su éxito profesional. Y era feliz con su apasionante búsqueda de la isla de Eudamón. Pero Cristóbal estaba creciendo. Ya tenía siete arios y era tiempo de establecerse, de tener una casa, un colegio; de hacer amigos y echar raíces. Y, sobre todo, Cristóbal, necesitaba una mamá. Entonces supo decir no a su deseo de vagar por el mundo, decidió establecerse. Y se dispuso a conocer a una mujer con la que pudiera formar una familia. Y apenas comenzó a pensar en eso, apareció una mujer hermosa que lo deslumbró. Fue en un cóctel. Ella se acercó con su espléndida sonrisa, con ese vestido azul que se movía suave, como un campo de trigo a la luz de la luna. Y le habló con esa voz de niña rica. Le hablaba de carteras de cuero, combinables con zapatos, pero él apenas prestaba atención a lo que decía. Mucho mayor fue su sorpresa cuando, a los pocos días, volvió a encontrársela en la Unte d’Azur. Pensó en el destino, Pensó en señales que no debía desoír. Compartieron varios días de paseos, de carteras de cuero y charlas sobre por qué era imposible combinar lunares con rayas. Nicolás estaba encantado. Ella no era inteligente, pero le resultaba divertida. Hacían una combinación perfecta. Ella era bella, dulce y graciosa. Él era inteligente, apasionado y soñador. Antes de que Nicolás terminara de hacerle la propuesta de ser novios, ella había dicho sí. A los cuatro meses de noviazgo, quiso sondearla sobre sus planes a futuro; no terminó de preguntarle si ella soñaba con formar una familia, cuando ella le dijo que aceptaba casarse con él. Él no alcanzó a, decirle que Cristóbal necesitaba una madre, cuando ella le prometió que sería la madre de Cristiancito con gusto, aun cuando no lo había conocido ni recordaba bien su nombre. Casi sin darse cuenta, había programado un compromiso, una presentación en sociedad de su pareja. Y la sociedad era una cuestión importante; Malvina era una Bedoya Agüero, y ellos le daban mucha trascendencia a eso. Conocer a Bartolomé terminó de enamorar a Nicolás de Malvina. Era un hombre rico que había convertido su suntuosa mansión en una fundación en la que daba techo, colinda y estudio a un grupo de chicos huérfanos. Nicolás sinin que ése, definitivamente, era su lugar. Una pista sobre un papiro que podía contener datos precisos de la ubicación de la isla de Eudamón lo llevó a Malasin, hacia donde partió con Mogli y Cristóbal. Mientras tanto, Ma lvina avanzó con la organización de la fiesta de compromiso. Aunque la palabra fiesta, sumada a compromiso, le generó cierto temor a Nicolás, trató de no pensar en eso y siguió enfrascado en su sueño. Sólo lo recordó cuando des] cubrió que la pista era inconducente y recibió un llamado de Malvina para chequear que su vuelo de regreso llegaría a tiempo. Al día siguiente tendría lugar el festejo. Así fue cómo el 21 de marzo de 2007 Nicolás volvió al país, se vistió con el disfraz veneciano que Malvina había elegido para él, vistió a su hijo e intentó peinarle esa maraña de pelo imposible de desenredar, y juntos se dirigieron a la mansión Inchausti. Había llegado la hora de sentar cabeza y comprometerse. Había llegado la hora de decir sí. La conmoción no ocurrió cuando la abandonaron en el bosque. Cuando ella llegó al bosque, en esa noche de tormenta, ya estaba amnésica. Lo que la dejó prisionera en un lugar sin tiempo en su cabeza fue la muerte de su madre. Ángeles Inchausti estaba tiritando en un oscuro imsillo de la mansión de su abuela. En una habitación, tras mut puerta entornada, su madre gritaba y lloraba. Un extraño hombre de rulos y una siniestra mujer toda vestida de negro, con turbante y unos ojos enormes, negros, estaban ron su madre. Al cabo de un tiempo que le pareció eterno, oyó un último grito de su madre y el llanto de un bebé. Nada más. La puerta se abrió al cabo de unos minutos. La mujer sostenía a su hermano o hermana, no lo sabía. Y el hombre le dijo, casi sin mirarla: — Mamita espichó. Pasó a mejor vida. — Quiere decir que murió —tradujo la mujer viendo que la niña no entendía. Ése fue el final. Ahí se terminó Ángeles Inchausti. Lo que siguió fue como un extraño sueño. Como una madera en el mar, ella se movía de un lado a otro, sin saber dónde estaba. Cuando Bartolomé y Justina la abandonaron en el bosque, esa fría noche de tormenta, ella ya no sabía quién era. Y tampoco lo sabría la mañana siguiente, cuando un hombre mayor que cortaba leña en el bosque la encontró, tiritando junto a un árbol. El hombre la llevó al carromato donde vivía con su mujer. Eran los dueños de un modesto circo itinerante, el Circo Mágico. Ambos eran ya mayores y habían perdido hacía algunos años a su única hija. Se compadecieron de esa pobre niña perdida en el bosque, que apenas hablaba. No sabía dónde vivía ni cómo se llamaban sus padres. Tampoco recordaba su propio nombre. Amanda y Aldo Mágico eran muy buena gente y hacían siempre lo correcto, por eso comunicaron el hallazgo a la policía, que corroboró que no había ninguna niña buscada en la zona. Publicaron su foto en los diarios, pero nadie la reclamaba. Mientras tanto, el juez de menores decidió que la niña permaneciera con el matrimonio Mágico, hasta tanto dieran con su familia. Amanda era muy dulce y se ocupaba de ella con mucho esmero. Comenzó a llamarla cielo, cariñosamente, y lo que surgió como un modo afectuoso de invocarla, se convirtió con el tiempo en su nuevo nombre. Así nacía Cielo Mágico. Cielo no parecía extrañar su antigua vida. No sólo no la recordaba, sino que no se esforzaba por hacerlo. Lo único que conservaba de su pasado era una pulsera de cuentas plásticas, con un extraño símbolo. Se sentía feliz viviendo allí. Era la mimada de todos los artistas del circo, pasaba el día entero en el carromato de los enanos, volvía siempre con algún machucón del carromato de los malabaristas, o toda pintarrajeada tras estar con los payasos. Pero lo que realmente la fascinaba eran los equilibristas. El señor Pierre Morel, que era el patriarca de la familia, no le permitió a Cielo acercarse a la cuerda floja durante mucho tiempo. —Paga subigse a la cuegda floja hay que sabeg pagagse en la vida —decía elíptico. Pasaron meses, y nunca pudieron dar con el paradero de la familia de la pequeña Cielo. Finalmente el juez le concedió al matrimonio Mágico la tutela de la pequeña, a quien pudieron documentar. Cielo Mágico ya tenía una identidad. Así, día a día, mes a mes, y año tras ario, Cielo fue creciendo feliz en un mundo fantástico. Allí no había los típicos animales de circo, ya que los Mágico no estaban de acuerdo con utilizarlos en las pruebas y números circenses, pero había los perros. Cada carromato tenía dos o tres perros. Cielo hm conocía a todos por su nombre. Pasaba sus días entre asistas, lanzallamas y malabares, entre zancos y guitarras. FI circo era un conglomerado de artistas de distintas nacionalidades, por lo que Cielo empezó a desarrollar un curioso una forma de hablar muy particular. Era payasa con payasos, maga con los magos y bailarina con los bailanPero lo único a lo que no podía acceder era a la cuerda lola. Será por eso que su gran deseo era ser equilibrista. Cuando cumplió los quince años, el señor Morel llegó Isla su carromato con una gran vara de equilibrio, y con na regalo de cumpleaños le comunicó que estaba dispuesto a aceptarla como aprendiz. Cielo Mágico comenzó a dar sus pi ’meros pasos en la cuerda floja. Comenzó en el piso, y luego fueron subiéndole la altura. Con gran destreza y gralIn, se fue convirtiendo en la mejor equilibrista que el señor Morel había visto en su vida. Cuando cumplió los dieciocho arios, hizo su debut prohional. Se había transformado en una mujer de una belleza ’mica, exquisita. Y el circo Mágico se engalanó con la nueva artista. Cielo amó mucho a sus viejis, como ella llamaba con gran efecto al matrimonio que la había criado como a una hija. Eran ya grandes, y temía no poder disfrutarlos durante varios arios más. Cuando Cielo tenía diecinueve, murió Aldo, y (los meses después, Amanda, que no sabía vivir sin él. Cielo volvió a quedar huérfana por segunda vez. Pero ya era una mujer bien parada en la vida, por eso era una excelente equilibrista, como decía el señor Morel. Sin los viejis, el circo empezó a disolverse. La solución fue venderlo, por nada, a un empresario de dudosa procedencia, que mantuvo a los artistas pero, a diferencia de sus dueños originarios, era un explotador. Poco a poco los artistas empezaron a irse, y Cielo entendió que se acercaba el momento de hacer su última función. A fines de marzo de 2007 se despediría sobre la cuerda floja del Circo Mágico. Pero un incidente involuntario precipitó su partida. ’Iba en el aire, se podía respirar, se podía presentir. la magia y el amor llegarían a la mansión Inchausti. el 21 de marzo de 2007, mientras Marianella entraba por primera vez a la Fundación BB, Nicolás Bauer, a punto comprometerse, intentaba en vano desenredar el pelo de Cristóbal en la habitación del hotel. Malvina corría desesperada por la mansión ultimando los preparativos de la fiesta.
Rama, Lleca y Alelí entraban en el Circo Mágico, siguiendo la orden de Bartolome, con la intención de robar. mismo momento, Cielo deslumbraba al público con mas acrobacias y el avión en el que viajaba Thiago iba serenamente en la pista. Mientras todo eso ocurría simultáneamente, como si cruzara los hilos que unirían en un punto los diferentes destinos, frente a la mansión Inchausti una misteriosa de pelo plateado observaba el reloj con una sonrisa esperanzada
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